Respeto para nuestros mayores
Los jubilados ya no visitan las obras para comentar los defectos y virtudes de las mismas, ni se sientan delante de la televisión a dormir la siesta, las parejas de abuelos ya no pasean cogidas del brazo por las ramblas ni descansan a la espera de que lleguen los hijos y nietos para abrazarles y compartir con ellos una comida, una cena o un simple rato de charla. Y es que a los pensionistas se les está robando el tiempo libre a cambio de convertirles en paladines de una causa justa: la revalorización de sus salarios.
Es muy triste que esos hombres de hierro forjado que esperaban impacientes el día de su jubilación, se encuentren ahora con la duda de si podrán pagar la luz este próximo invierno para plantearse encender la calefacción o dejarla apagada.
Verán, mi padre se pasó toda la vida trabajando, dedicándose a los demás, pagando cada deuda peseta a peseta y euro a euro para no dejar ningún agujero a sus descendientes. Guardó y guardó, porque eso fue lo que le aconsejaban sus progenitores: «quien guarda, halla», y cuando se puso enfermo, a la edad de ochenta y cuatro años y le tuvimos que buscar una residencia de ancianos para que le atendieran, asistimos en el último año de su vida a un trasvase de todos sus ahorros desde su cartera a la Administración, a través del cobro del doble de su sueldo por la plaza que ocupaba en la residencia. Es muy triste que esos hombres de hierro forjado que esperaban impacientes el día de su jubilación, se encuentren ahora con la duda de si podrán pagar la luz este próximo invierno para plantearse encender la calefacción o dejarla apagada.
Todos los lunes, y ya son cien, los pensionistas dejan su apacible vida familiar, abandonan las obligaciones con sus nietos e hijos y se desplazan hasta el ayuntamiento de Bilbao para protestar porque no alcanzan a fin de mes, porque reciben unas subidas anuales ridículas y porque algunos se ven abocados a vender su casa y todo su patrimonio para poder subsistir en los últimos años de sus vidas. Y no es la única ciudad del país donde se concentran los abuelos, hay cada vez más
Todos los lunes, y ya son cien, los pensionistas dejan su apacible vida familiar, abandonan las obligaciones con sus nietos e hijos y se desplazan hasta el ayuntamiento de Bilbao para protestar porque no alcanzan a fin de mes, porque reciben unas subidas anuales ridículas y porque algunos se ven abocados a vender su casa y todo su patrimonio para poder subsistir en los últimos años de sus vidas. Y no es la única ciudad del país donde se concentran los abuelos, hay cada vez más.
Lo que es penoso es que no les apoyemos todos los demás. Ya nos están avisando de que, a pesar de que coticemos el máximo y aunque hayamos trabajado desde que teníamos tres años, lo cierto es que el futuro de los salarios de los pensionistas está en el aire. Por eso, desde las instituciones nos animan a contratar planes de pensiones privados que, sin dudarlo, a quienes más beneficia es a las entidades financieras que los ofrecen; a guardar dinero bajo el colchón, pese a que después se lo acabe quedando el gobierno, de una u otra manera, o a evitar gastar porque si no nuestro futuro estará ligado al de las personas sin hogar.
Esos abuelos que se enfrentan al poder cada semana, para gritarle y ser escuchados, lo hacen no solo por su dignidad sino por la de todos nosotros, sus hijos, sus sobrinos, sus nietos, sus biznietos. Y mientras, nosotros nos ponemos las orejeras, a lo sumo les aplaudimos ligeramente, o incluso somos capaces de mofarnos de sus actitudes o de sus acciones.
Estoy harto de escuchar decir que no va a haber dinero para nadie, que de hecho está a punto de acabarse, y de comprobar que las únicas posibilidades son «buscarnos la vida a través de iniciativas privadas».
Todos pagamos los impuestos que nos corresponden, todos abonamos una parte íntegra de nuestro escueto salario al Estado para que lo organice y lo suministre equitativamente en diferentes servicios.
Dicen que en unos años no habrá dinero para pagar a los jubilados y los sesudos economistas fruncen el ceño para regañarnos e incitarnos a comprender que es una evidencia que tenemos que afrontar: no vamos a cobrar pensión
Nadie dice por qué en Costa Rica no se destina ni un céntimo a defensa del país y eso le permite ser uno de los Estados que más dedica a educación. Mi madre, con un solo sueldo, el de mi padre, se encargaba de atender las necesidades de sus cuatro hijos y nunca pasamos hambre. Sabía que no podía ir al cine, pero la comida y la ropa estaban aseguradas.
El problema con los gobiernos es que tienen unas preferencias que no coinciden con las de la población, o quizás sí, pero solo con una mínima parte de ella.
¿De verdad no nos parece prioritario que alguien que ya no puede trabajar, por su edad, que dedicó a ello cuarenta o cincuenta años y que tiene necesidades especiales no reciba todo lo que requiere para estar tranquilo durante los últimos años de su vida? ¿Nos hemos vuelto tan fríos, tan egoístas, tan insolidarios, tan apáticos, que no valoramos siquiera a aquellos que nos lo dieron todo cuando podían?
Ya está bien de conformarnos con esas respuestas de que «no hay dinero», «no se puede hacer nada», «hay que trabajar hasta que el cuerpo aguante» o «tenéis que contratar un plan privado». Nuestros mayores merecen nuestro respeto, nuestro apoyo, nuestra solidaridad y nuestro cariño. Lo que hagamos por ellos será lo que después nuestros hijos o nietos harán por nosotros, porque ese es el ejemplo que les estamos dando.
Y parece que preferimos rendirnos y seguir abriendo la brecha de desigualdad social obviando que quienes ya han dejado de trabajar por tener la edad correspondiente son los que construyeron este país y el resto del mundo. No apoyarles es faltarles al respeto y faltárnoslo a nosotros mismos.