'Cuatro noches de septiembre'

Granada es una ciudad de contrastes. Está llena de visitantes bohemios enamorados de la Alhambra y el Albaicín, pero al mismo tiempo tiene una de las burguesías más retrógradas de España. El centro de la ciudad, por donde se pasean turistas en busca de rincones pintorescos y bares de tapas, está limpio como una patena; en Zona Norte, en cambio, los servicios de limpieza parecen no llegar nunca, y los cortes de luz son constantes desde hace años. Su clima oscila entre el frío intenso de enero, que se te mete en los huesos, y el calor insoportable de julio y agosto, del que solo se puede escapar gracias al aire acondicionado o, para los más afortunados, con una escapada a la Costa Tropical. Esta realidad, junto al enorme peso de la Universidad y sus más de 60.000 alumnos, condiciona los ciclos culturales de la ciudad. En verano, todo cierra; en septiembre, todo vuelve a la vida a la vez, y de golpe nos encontramos con una sobreabundancia de oferta cultural.
Me propuse retratar, a través de una crónica sobre esta hiperactiva semana, la riqueza de la escena musical granadina. Ahí va: estas fueron mis cuatro noches de septiembre
Sin ir más lejos, la última semana de septiembre me encontré acudiendo a cuatro conciertos en cuatro noches, de miércoles a sábado, y teniendo que renunciar, de hecho, a otros planes a los que me habría encantado acudir. Me propuse retratar, a través de una crónica sobre esta hiperactiva semana, la riqueza de la escena musical granadina. Ahí va: estas fueron mis cuatro noches de septiembre.
El miércoles 24, el Espacio Caja Sonora inauguraba su tercera edición con una fiesta-concurso en la sala Planta Baja. Esta iniciativa lleva ya unos años generando movimiento en la música y la cultura granadinas con conciertos, conferencias y hasta festivales. Precisamente lo que estaba en juego era el pase de una banda a los Encuentros Soundbox, la serie de conciertos que organizan cada otoño, que sería elegida mediante voto popular. Los artistas que competían eran Rache, Sosoritnem, Vito y Nazario, pero por desgracia no pude llegar a escuchar a los dos primeros grupos; si bien, gracias a la magia del septiembre granadino, tendría ocasión de verlos en las noches siguientes.
Con todo, Vito acabó ganando el voto popular, así que es evidente que, para mucha gente, la propuesta funcion
En el momento de mi llegada, se preparaba para tocar Vito. Yo no lo conocía, pero otras personas me informaron de que había ganado el concurso popular para tocar en el macrofestival por excelencia de la ciudad, el Granada Sound. Tan pronto como comenzaron a tocar, se hizo evidente por qué. La banda que lo acompaña sobre el escenario es excelente, con músicos muy profesionales, y sus canciones parecen diseñadas precisamente para brillar en ese tipo de escenarios: encadenan todos los giros y trucos compositivos que uno esperaría de ese indie pop festivalero, mientras que las letras insertan llamadas a “iniciar una revolución” en medio de relatos románticos algo genéricos. Desde luego, lo hacen todo de forma competente; sin embargo, el concierto me resultó francamente frío y predecible. Siento que la riqueza de la escena actualmente viene de que la mayoría de artistas se está alejando de esta combinación de sonidos que tanto dominó la década anterior, así como de ese estilo de directo tan limpio y coreografiado. Con todo, Vito acabó ganando el voto popular, así que es evidente que, para mucha gente, la propuesta funciona.
A mí, en cambio, me dejó más prendado Nazario. Sentado a su piano y acompañado de un saxofonista (que también disparaba las secuencias) y un batería, el músico rondeño afincado ahora en Sevilla, pero antiguo residente de nuestra ciudad, acometió sus canciones de pop sentimental con una convicción contagiosa
A mí, en cambio, me dejó más prendado Nazario. Sentado a su piano y acompañado de un saxofonista (que también disparaba las secuencias) y un batería, el músico rondeño afincado ahora en Sevilla, pero antiguo residente de nuestra ciudad, acometió sus canciones de pop sentimental con una convicción contagiosa. Las atmósferas que adornaban sus composiciones eran densas, pero permitían que brillasen sus melodías vocales, y se veían compensadas por un impulso teatral, como de cabaret, que les daban una mayor ligereza. Ese equilibrio entre vehemencia emocional y espíritu camp tenía algo de hipnótico. Tanto es así, que el jurado de Encuentros Soundbox decidió, de forma un tanto sorprendente, que Nazario también accediese a la siguiente fase. No esconderé que me agradó esta decisión de premiar su originalidad, pese a lo inesperado de la misma.
El jueves tocaba la puesta de largo oficial de la temporada en Planta Baja, con un cartel variado y sorprendente que representa bien la explosión de sonidos que vivimos en la escena actualmente. Una vez más, llegué algo tarde, aunque me dio tiempo de ver las últimas canciones de miralles nevado, una de las actuaciones que más curiosidad me generaba, dado lo que había mostrado hace unos meses. El artista, miembro de Amigas! y Radio Palmer, subió al escenario acompañado fundamentalmente de compañeros de este último grupo. Sin embargo, en esta ocasión, desplegaron un sonido muy distinto a aquel por el que se les conoce. En esencia, hacen un emo que pasa de fases muy melódicas a otras más ruidistas, en las que se nota más la vertiente post-hardcore del género. De hecho, no solo se enmarcaban en el género por sus características sonoras, sino que incluso apelaban a él a nivel performativo: durante el concierto, insertaron un audio emotivo y lacrimógeno en mitad de una canción (al parecer extraído de la gran serie Bojack Horseman) y proyectaron de fondo imágenes extrañas y sugerentes, que evocaban la cultura japonesa.
La pregunta que flotaba en el aire, en cualquier caso, era qué significa este giro para Radio Palmer; si la mitad de sus integrantes están emprendiendo este otro proyecto, ¿cuál es el futuro del grupo? Pero no había mucho tiempo para reflexionar sobre estas cuestiones, porque enseguida comenzó la siguiente actuación, a cargo de Sosoritnem.
Si bien el público aún estaba algo frío, al ser el primer concierto, la recepción general a este cambio de dirección creativa parece ser positiva. La parte final de la última canción, un crescendo instrumental rabioso y potente, a mí al menos me dejó con ganas de más. La pregunta que flotaba en el aire, en cualquier caso, era qué significa este giro para Radio Palmer; si la mitad de sus integrantes están emprendiendo este otro proyecto, ¿cuál es el futuro del grupo? Pero no había mucho tiempo para reflexionar sobre estas cuestiones, porque enseguida comenzó la siguiente actuación, a cargo de Sosoritnem. Este grupo fue finalista la pasada primavera de la última edición del concurso Emergentes Granajoven, meca de las bandas emergentes de la ciudad, por lo que tenía interés en verles dar un concierto en condiciones (solo les había visto interpretar una canción hace meses).
El interés de su propuesta se pudo ver rápidamente. Liliana, la frontwoman, es una cantautora nata: tiene una voz preciosa, muy limpia, y compone canciones de buena factura. Pero la clave es que estas composiciones adquieren energía y dinamismo gracias a la banda que la acompaña, que las interpreta desde coordenadas cercanas al funk. En particular, el bajista, Mario, consigue aportar siempre el toque justo, ya sea con líneas más relajadas o con otras que invitan a moverse. Es cierto que, debido a los constantes cambios que implica una noche así, el sonido no era ideal y algunos instrumentos no estaban bien mezclados, lo cual diría que contribuyó a que no sonaran todo lo conjuntados que debieran. De hecho, la propia Liliana señaló estas dificultades, al tiempo que dio varias veces las gracias a los técnicos y al público con una simpatía extrema, rayana incluso en la candidez. Sea como fuere, con el paso de las canciones se metieron al público en el bolsillo. En realidad, solo hay un pero significativo que pueda ponerles: el batería de la banda tiende a introducir muchas florituras jazzísticas en momentos en los que desentonan bastante. Por lo que pude comprobar, no soy el único al que le choca un poco escuchar estos arreglos aparentemente improvisados en canciones cuya fortaleza está en la precisión de cada instrumento.
A continuación les tocó el turno a Blanca Adelfa. El trío formado por Irene Tejero, Sara Armada y Candela García, tres personas con bastante ascendiente en la escena, venía de lanzar su adictivo primer single, “Hago todo sin pensar”, por lo que había cierta expectación. Mostraron su carisma y sentido del humor ya desde el momento en que subieron al escenario vestidas de colegialas, en coherencia con la temática de “vuelta al cole” de la noche, pero tampoco tardaron en mostrar su talento como músicas. Abrieron su actuación con una versión de la instrumental “Floating Features”, de La Luz, esa otra girl band rockera, cuyo garage rock con toques psicodélicos sirvió para engancharnos de inmediato. En una noche tan difícil para los técnicos de sonido, hay que decir que ellas tres sonaron estupendamente desde un inicio. Las distintas canciones fueron dejando muestras de la versatilidad de la banda, tan capaz de sonar fresca y popera en “TLP” como de combinar guitarras jangle con armonías vocales tristonas en la melancólica “Algo tan bonito para ti”. Aunque a nivel performativo quizás no fue el concierto más chispeante que han dado, destacó la seguridad que mostró Candela a la batería, pese a ser solo su cuarto bolo con el instrumento.
Ya al final, Irene anunció que su primer EP llegará a principios de 2026, antes de cerrar con el mencionado single, que desató el primer pogo de la noche entre un público ya totalmente entregado. No pocas personas se mostraron gratamente sorprendidas con el concierto, que se sintió como una confirmación de que estamos ante uno de los grupos más interesantes que han surgido este año en la escena
Ya al final, Irene anunció que su primer EP llegará a principios de 2026, antes de cerrar con el mencionado single, que desató el primer pogo de la noche entre un público ya totalmente entregado. No pocas personas se mostraron gratamente sorprendidas con el concierto, que se sintió como una confirmación de que estamos ante uno de los grupos más interesantes que han surgido este año en la escena. En contraste, el grupo que les sucedió en el escenario era el más asentado del cartel: Ramper, de cuyos conciertos ya he hablado en más de una ocasión, le pusieron solemnidad a la noche con su interpretación, esta vez en formato cuarteto, sin vientos, de “Un miembro fantasma”. En general, salvaron muy bien la ausencia de dichos arreglos. Antonio comenzó tocando el bajo con arco, para enfatizar la atmósfera inquietante al inicio del tema. En varios momentos, el mayor espacio sonoro permitió que se apreciaran mejor los diálogos instrumentales de la banda, y Álvaro volvió a cantar con mucha seguridad y fuerza, mientras que Ángel aportó su garra interpretativa, compensando con creces los pequeños problemas de sonido.
Lo emocionante, en cualquier caso, vino después, cuando tocaron “Para cenar”, una canción nueva. Aunque después he sabido que se inspira en un encuentro con un gato callejero, mi reacción inmediata fue pensar que se trata de la canción más romántica de su carrera. El tema hereda la línea íntima y tierna de “Niña en vela”, pero tiene un desarrollo más largo y despacioso, basado en el diálogo de unas guitarras melancólicas bañadas en reverb. Una nueva demostración de la capacidad que tienen para ser sentimentales sin resultar cursis. La siguiente en subirse al escenario fue Tessa Olmos, quien subió las revoluciones y los decibelios de forma marcada. Acompañada de una amplia banda con cuatro músicos, la cantante y compositora granadina desplegó su particular aproximación al rock alternativo de acentos noventeros, donde caben desde momentos cercanos al blues rock a pasajes llenos de distorsión, donde las tres guitarras eléctricas suenan a todo trapo. El centro de gravedad de su música pasa en todo momento por su potente voz, cuyo envidiable rango y expresividad recuerdan a ratos a la de su idolatrada Lana Del Rey. Fue una pena que en algunos de los momentos de más intensidad, justamente costase escucharla entre las guitarras.
También ella anunció la llegada, a inicios de 2026, de un nuevo disco, en este caso un LP. Y tengo curiosidad por escucharlo, porque su música promete. No obstante, confieso que no terminé de conectar, y sospecho que se debe a algo tan simple como difícil de cambiar: Tessa compone sus letras en inglés, algo que, con el paso del tiempo, he ido viendo que me resulta artificioso y me dificulta emocionarme, por correctas que sean la pronunciación y la gramática. Quizá esto no sea tan problemático para gente de otra generación: la recepción de su propuesta fue bastante cálida. Y llegamos por fin al último grupo de la noche: Llaga. Si bien, dadas las horas, una parte importante del público se marchó, entre quienes se quedaron, su concierto fue recibido como una fiesta. Este quinteto destaca por su eclecticismo y su energía alocada: no tienen dos canciones iguales. Sus fans claramente sintonizan con el espíritu bufonesco del grupo: había alguien entre el público tocando el kazoo durante buena parte del bolo, y el cantante, Manolo, lo animó a seguir, hasta que en la última canción se lo arrebató y lo tocó él mismo.
Lo que sí se agradece, en cualquier caso, es que el grupo no tenga miedo a posicionarse: lo primero que dijeron fue que, con lo que está sucediendo en Palestina, algunos tendrían que pensárselo dos veces antes de tocar en festivales propiedad del fondo de inversión prosionista KKR.
Todo esto, sobre el papel, es intrigante; pero a mí, en la práctica, la sensación que me dan sus conciertos es de falta de coherencia y dirección. Hay momentos en que las influencias son demasiado evidentes (los arpegios a lo Extremoduro de “El apagón”); en otros, los contrastes emocionales resultan demasiado bruscos, de modo que un estribillo luminoso sucede a unas estrofas ominosas sin que las dos partes queden bien empastadas. Los momentos que más me convencen llegan cuando siguen un género más claro: el “Rock pistolero” tiene un guion estético más lógico, con su tono de western cómico y un buen solo de slide guitar. Pero, bajo mi punto de vista, los intentos que hacen por integrar mil cosas (¡violín! ¡Sintetizadores! ¡Tres voces!) no terminan de funcionar, porque acaban pisándose o chocando entre sí, disputándose el espacio y generando cierta sensación de claustrofobia sonora. Es más, su canción más conocida, “Granada te amo pero me vas a matar”, una versión castellanizada y localizada del mítico tema de de LCD Soundsystem, en mi opinión funcionaba mejor en el formato acústico en que la presentaron por primera vez.
Lo que sí se agradece, en cualquier caso, es que el grupo no tenga miedo a posicionarse: lo primero que dijeron fue que, con lo que está sucediendo en Palestina, algunos tendrían que pensárselo dos veces antes de tocar en festivales propiedad del fondo de inversión prosionista KKR. Y ya digo que, para quienes están dentro, sus directos son momentos de auténtica celebración colectiva: aparte de Blanca Adelfa, solo ellos consiguieron que el público hiciera pogo. Supongo que eso es lo divertido de que la escena esté en este momento de efervescencia: todo el mundo puede encontrar algo que le guste, aunque a otra gente no.
Se dedican a disparar canciones de arrollador screamo preñado de emoviolence, muchas de ellas de apenas cuarenta segundos o un minuto, pero entre una y otra nunca se sabe qué chascarrillo va a caer
El viernes 26 venía a Granada uno de los grupos más interesantes del rock vasco reciente, EZEZEZ. Sin embargo, preferí ir a apoyar a un par de bandas de la escena DIY local, acudiendo a la Sala Víbora para disfrutar de un cartel cargado de screamo y post-hardcore: Cuando el mar pierde las conchas, Rivets y los valencianos Shibuya. Ante un público que no superaba la veintena de personas, prácticamente en familia, el pistoletazo lo dio el dúo de larguísimo nombre. Era la tercera vez que los veía, y siempre me han parecido un grupo encantador por su combinación de falta de seriedad y total honestidad emocional. Se dedican a disparar canciones de arrollador screamo preñado de emoviolence, muchas de ellas de apenas cuarenta segundos o un minuto, pero entre una y otra nunca se sabe qué chascarrillo va a caer. El viernes no fue una excepción: antes siquiera de que pudieran terminar la primera canción, un fallo eléctrico detuvo el concierto, y empezó a sonar la playlist de la sala, concretamente “Bring Me to Life”, de Evanescence. Ni corto ni perezoso, Iván, el guitarrista, se puso a simular que era él el que la cantaba, ante lo cual el público empezó a corear la letra entre risas.
Quizás el momento que mejor condensó la mezcla de entrega y meme desde la que parecen afrontar sus directos fue la versión screamo de “Wonderwall”, en la que Pablo gritó la letra (leída directamente de su móvil) y llegó a meterse el micrófono entero en la boca
El cambio de tono emocional no se hizo esperar: en cuanto pudieron volver a tocar, la furia volvió a predominar, tanto que la batería de Pablo parecía que iba a descomponerse: la caja por poco no volcó y uno de los platillos se le escapaba constantemente. Este último es en realidad el cantante, y suelta sus ladridos en una especie de máscara-micrófono mientras toca con una violencia visceral, de modo que por momentos parece que esté a punto de desmayarse. Quizás el momento que mejor condensó la mezcla de entrega y meme desde la que parecen afrontar sus directos fue la versión screamo de “Wonderwall”, en la que Pablo gritó la letra (leída directamente de su móvil) y llegó a meterse el micrófono entero en la boca, lo cual generó cierta preocupación, dados los problemas eléctricos del inicio del concierto. De hecho, en la última canción, más larga y compleja, después de que Iván saltase a tocar entre el público y casi se matase con un escalón, pareció haber una explosión de algún tipo cerca de la cabeza de Pablo. Ese fue el poco ceremonioso (y quizás por eso perfecto) final de su actuación.
No conocía a este cuarteto valenciano, pero tan pronto como se lanzaron a interpretar sus canciones, especialmente las de su último álbum Bravura y Firmamento, de mayo de este año, me atraparon por completo
Mientras los técnicos arreglaban el desaguisado, y viendo la hora, salimos para ver si podíamos disfrutar de otro plan musical que estaba teniendo lugar por toda la ciudad: un concierto de campanas a cargo del compositor valenciano Llorenç Barber. Y, en efecto, nos rodeaban desde varios puntos los sonidos de las campanas, que intentamos en vano identificar (“¿esa es San Cristóbal? No demasiado cerca. ¿Será San Andrés? ¿Quizás San Ildefonso?”). Desde luego, habría sido fantástico poder moverse y descubrir otros timbres, como recomendaba la propia organización, pero no quisimos alejarnos de la sala, y al volver a entrar Shibuya estaban ya preparados para empezar su bolo. No conocía a este cuarteto valenciano, pero tan pronto como se lanzaron a interpretar sus canciones, especialmente las de su último álbum Bravura y Firmamento, de mayo de este año, me atraparon por completo. Su acercamiento al screamo era más limpio y profesional que el de las Conchas, pero igualmente intenso, y sobre todo me enamoró por la calidad de sus composiciones, llenas de requiebros interesantes: cada canción tenía al menos un momento en que la banda te sorprendía y captaba tu atención. El escaso público escuchó con fascinación la hora de concierto que nos brindaron.
Después de este pico de intensidad, estaba deseando escuchar el post-hardcore de Rivets, algo más mesurado en comparación, para suavizar algo la bajada
Después de este pico de intensidad, estaba deseando escuchar el post-hardcore de Rivets, algo más mesurado en comparación, para suavizar algo la bajada. Desafortunadamente, no pude quedarme más allá de la primera canción. Apenas me dio tiempo a aplaudir ante su grito de “¡viva Palestina libre!” antes de tener que marcharme, lleno de energía, pero también de cierta preocupación: es la tercera vez que acudo a la Víbora para un concierto y los problemas para los grupos que tocan allí no parecen sino aumentar.
Los primeros en intervenir fueron Rache, una banda granadina que venía de lanzar su primer EP, Mal tiempo, dos días antes. El quinteto toca una variedad de hard rock con ciertos tintes andaluces, sobre todo gracias al acento en la voz de Fabiola, que canta francamente bien y tiene mucho carisma
El sábado por fin llegaba a su fin mi periplo musical con otro plato fuerte: en el marco de las fiestas de San Miguel, patrón del Albaicín, iba a haber varios conciertos en el legendario mirador de San Nicolás. Hacía ya bastantes años que no acudía a las fiestas, y me agradó ver que siguen movilizando a muchísimas personas, con la plaza llena de gente y las barras a pleno funcionamiento con las espectaculares vistas de la Alhambra de fondo. Los conciertos, sin embargo, empezaron con bastante retraso, lo cual me obligaría a perderme el último bolo, a cargo de Red Soul Community. Aun así, los dos artistas previos dejaron buenas actuaciones. Los primeros en intervenir fueron Rache, una banda granadina que venía de lanzar su primer EP, Mal tiempo, dos días antes. El quinteto toca una variedad de hard rock con ciertos tintes andaluces, sobre todo gracias al acento en la voz de Fabiola, que canta francamente bien y tiene mucho carisma. Ya fuera acometiendo melodías vocales tan lindas como la de “Habitación privada” o ensayando una dicción más rítmica, casi rapeada, la frontwoman mostraba siempre una gran seguridad, mientras la banda ejecutaba unos instrumentales muy sólidos con una enorme solvencia.
De hecho, ya avanzado el concierto, tocaron una canción que me recordó poderosamente a “Qué puedo hacer”... para acto seguido interpretar su versión de “Qué puedo hacer”.
Tanto fue así que convencieron a buena parte de la plaza de prestarles atención, a pesar de los muchos otros atractivos que ofrecía la noche y de los serios problemas de sonido en el primer tramo, que afortunadamente se fueron resolviendo en su mayoría. El grupo correspondió a esta atención con un mensaje muy pertinente: hacia el final del concierto, Fabi hizo referencia explícita a la camiseta que llevaba puesta el batería, Juan, que es albaicinero. Esta rezaba “Solo de turismo no se puede vivir”, haciéndose eco de los reclamos de movimientos como Albayzín Habitable contra la masificación turística de este barrio Patrimonio de la Humanidad. Tras este poderoso momento, Rache dieron paso a yaveremos. Este grupo hace un indie pop con mucha presencia de los sintes, marcadamente inspirado en el primer álbum de Los Planetas, Súper 8, que tanto ha dado que hablar en el último año entre giras del trigésimo aniversario y discos de homenaje. De hecho, ya avanzado el concierto, tocaron una canción que me recordó poderosamente a “Qué puedo hacer”... para acto seguido interpretar su versión de “Qué puedo hacer”.
Esta similitud tan marcada, unida al hecho de que empezaron el concierto un poco fríos, quizás por nervios, me generó cierto escepticismo. Sin embargo, la cosa cambió al llegar a “odiarlo todo”: esta canción empezaba más ruidosa, con un punto shoegaze, antes de explotar en un estribillo de indie rock bien cañero con el que consiguieron llegarme. A partir de entonces, el grupo cogió cada vez más confianza y terminaron convenciéndome. Pude apreciar mejor (también en parte por la mejora progresiva del sonido en directo) el buen diseño de sonido de sus temas, que siempre tienen un buen equilibrio entre la guitarra de Mariano y el sintetizador de Adriana, pese a la variedad de timbres que utilizan en ambos instrumentos. La última canción, “necesito escapar”, fue un festival: estiraron el final en una divertida jam, con toda la banda gustándose en sus instrumentos, en especial Dani, el batería. Y con este buen sabor de boca marché de San Nicolás, pensando ya en cómo escribir esta crónica. Finalmente, me ha llevado tanto tiempo hacerlo que me ha dado tiempo a ver otro puñado de actuaciones de grupos de la ciudad... pero eso queda para otra ocasión.