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Sufjan Stevens lanza su disco más electrónico, exigente y desigual

Blog - Un blog para melómanos - Jesús Martínez Sevilla - Jueves, 22 de Octubre de 2020
Sufjan Stevens – 'The Ascension'
Portada de 'The Ascension', último trabajo de Sufjan Stevens.
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Portada de 'The Ascension', último trabajo de Sufjan Stevens.

Sufjan Stevens va a su bola. Lo ha hecho siempre, y especialmente desde que alcanzó la fama gracias a una estrategia publicitaria magistral: afirmar que pensaba hacer un disco en honor a cada uno de los cincuenta estados de EE.UU. Michigan (2003), la primera entrega de esa supuesta colección, le dio una gran visibilidad entre los aficionados al indie folk y a la música alternativa en general. En lugar de aprovechar esta circunstancia y hacer otro disco sobre otro estado, en 2004 lanzó el intimista Seven Swans, todo banjos e imaginería cristiana, confundiendo al personal, para después componer su obra maestra, Illinois (2005). Con ella dejó boquiabierto a todo el mundo gracias a sus sublimes orquestaciones, a su ambición conceptual y a esas letras que combinaban un concienzudo conocimiento de la historia y la geografía del estado de las praderas con las revelaciones más íntimas y desarmantes (hablaba de su sexualidad no normativa, de cómo perdió a una amiga por cáncer, de sus crisis de fe...).

Desde entonces, los discos nuevos del cantautor estadounidense en solitario han llegado de lustro en lustro (aunque también ha lanzado otros proyectos y discos colaborativos múltiples y de lo más diversos), ignorando cualquier conveniencia comercial y descartando definitivamente el pantagruélico proyecto de los cincuenta estados

Desde entonces, los discos nuevos del cantautor estadounidense en solitario han llegado de lustro en lustro (aunque también ha lanzado otros proyectos y discos colaborativos múltiples y de lo más diversos), ignorando cualquier conveniencia comercial y descartando definitivamente el pantagruélico proyecto de los cincuenta estados. En 2010, The Age of Adz descolocó más que nunca con sus bases electrónicas, combinadas con esas orquestaciones expansivas tan características. Carrie and Lowell (2015) supuso un nuevo giro, optando una vez más por el folk intimista pero desvelando en esta ocasión aún más de sí mismo. Se trataba de un disco conceptual sobre la muerte de su madre, con quien mantuvo siempre una relación difícil, marcada por el abandono de ella a consecuencia de sus problemas con las drogas y el alcohol y con su salud mental. Este resultó ser el álbum más popular dentro del curioso fenómeno de los discos sobre la muerte de un ser querido surgidos a mediados de la década pasada (Benji, de Sun Kil Moon, A Crow Looked at Me, de Mount Eerie, y Skeleton Tree, de Nick Cave, son los más importantes aparte del de Stevens), y su belleza austera y cálida, a pesar de la dureza de su temática, dejaba un poso de esperanza que seguramente explique esa popularidad.

Nada dado, como vemos, a repetirse, Sufjan pega un nuevo volantazo con su último LP. The Ascension son ochenta minutos de electrónica casi pura, sin la mareante riqueza instrumental de The Age of Adz. En ese sentido, el proyecto no resulta tan confuso o desconcertante, pero a pesar de esta consistencia instrumental el disco es de digestión pesada, y no solo por su tono generalmente oscuro. Describir un disco de hora y veinte de duración como excesivo puede ser un cliché, pero precisamente esa es una de las cosas que busca Stevens en The Ascension: buscar la profundidad en los tópicos. Su grado de éxito es muy variable de canción a canción, y esto hace que la escucha sea a ratos exasperante, y en ciertos momentos directamente desagradable. Pongamos por caso el single “Sugar”. La densa base electrónica consigue engancharte en un principio, creando gran expectación con el juego de las guitarras, los samples vocales y las cajas de ritmos. Tres minutos de esta dinámica llevan al momento en que la voz de Stevens entona ese lugar común del pop: “come on baby, gimme some sugar”. Toda tensión se desinfla: una frase que debería estar cargada de sensualidad la canta Stevens de la manera más gris y apática imaginable. El tema se vuelve plano de aquí en adelante, lo que hace que sus siete minutos y medio parezcan una eternidad.

Lo malo es que los problemas de “Sugar” no son nada en comparación con los de cortes tan desastrosos como “Gilgamesh” o “Death Star”. La distorsión que ahoga la primera convierte escucharla en un verdadero suplicio

Lo malo es que los problemas de “Sugar” no son nada en comparación con los de cortes tan desastrosos como “Gilgamesh” o “Death Star”. La distorsión que ahoga la primera convierte escucharla en un verdadero suplicio. La segunda desaprovecha una de las bases rítmicas más potentes del álbum con un uso de las voces que rebasa lo cacofónico y entra de lleno en el terreno del mal gusto. “Goodbye to All That”, por su parte, deja entrever una bonita canción sepultada por montañas de sonidos innecesarios y mal mezclados. Y aún están los casos en que el estribillo presenta elementos que matan la canción, pese a sus otras virtudes. “Ursa Major” tiene una gran línea de bajo, pero ese “I wanna love you!” chillón tan insoportable me inclina por no querer escucharla nunca más. “Landslide”, por su parte, va magníficamente bien hasta que ese ingenioso efecto en el estribillo, que transmite la sensación de que la canción entera cae por un precipicio (en referencia al título, “alud”), me despierta una grima inexplicable. Me recuerda, en el peor sentido posible, al horrible efecto sonoro de tiovivo del estribillo de “Floridada”, de Animal Collective.

Lo más frustrante, claro, es que en realidad estas canciones son las menos. Hay varios momentos excelentes en el álbum, la mayoría concentrados al principio y el final. La apertura con “Make Me An Offer I Cannot Refuse”, te atrapa de inmediato con una percusión brutal, y Stevens canta aquí con una urgencia hipnótica. En “Video Game” pasa el synth-pop más adictivo por su filtro meditabundo, ganando originalidad sin perder frescura. “Lamentations” sorprende aún más, con su fantástico acercamiento al future garage británico, sin duda una de las apuestas más arriesgadas y satisfactorias del álbum. En “Die Happy”, consigue otorgar todos los matices imaginables a ese mantra que repite una y otra vez, “I wanna die happy”, que pasa de esperanzador a escalofriante, y después revienta la canción con un drop descomunal. “The Ascension” es una canción absolutamente preciosa, una de esas ocasiones en que Sufjan consigue contagiar su torturada fe en Dios hasta al más escéptico. Que alguien pueda admitir algo tan doloroso como “To think I was acting like a believer, when I was just angry and depressed” (“pensaba que me comportaba como un verdadero creyente, cuando simplemente estaba enfadado y deprimido”) y que sus intentos de encontrar revelaciones eran fruto del egoísmo y la soberbia, que se enfrente al dolor y el sinsentido de frente, y aun así encuentre la manera de sonar esperanzado, o al menos liberado, es profundamente conmovedor.

“America” cierra el disco con una odisea de doce minutos que transita de la electrónica más contundente al arena rock más fastuoso y termina sonando casi a drone ambient. Lo malo es que el álbum en su conjunto no se parece finalmente a este single, sino al anteriormente descrito, “Sugar”: más que una exploración algo disparatada pero efectiva de todos sus sonidos fetiche, Stevens ha acabado por crear una obra que promete, engancha y luego decepciona. El riesgo inherente a la forma que tiene de tomarse su carrera, sin responder a nada ni nadie más que a sí mismo (y a Dios, supongo), es que se puede caer con mayor facilidad en la autoindulgencia. La frontera entre un disco ambicioso y uno excesivo a veces puede parecer fina, pero no hay más que comparar Illinois con The Ascension para verla perfectamente clara. La verdad es que no creo que vuelva a sentarme durante hora y veinte a escuchar este LP, aunque es probable que siga escuchando muchas de sus canciones mientras que llega el próximo; esperemos que no pasen otros cinco años.

Puntuación: 6.8/10

Imagen de Jesús Martínez Sevilla

(Osuna, 1992) Ursaonense de nacimiento, granaíno de toda la vida. Doctor por la Universidad de Granada, estudia la salud mental desde perspectivas despatologizadoras y transformadoras. Aficionado a la música desde la adolescencia, siempre está investigando nuevos grupos y sonidos. Contacto: jesus.martinez.sevilla@gmail.com