El futuro, memoria del presente
En los felices años cincuenta los aficionados a la ciencia ficción miraban con aire de superioridad a los fanáticos de la fantasía heroica. Eran, sin duda, tiempos más festivos; brillantes naves recorrían el Universo resolviendo problemas tecnológicos y conociendo razas alienígenas que, conforme avanzaba la década, pasaban de enemigos a cómplices tras resolver los escollos inevitables del recelo y la incomprensión. Cierto que no era tan fácil el esquema, pero más o menos.
La bomba era el fino cordón umbilical que uniría ambas tropas de lectores enfrentados. El optimismo confiado en el progreso de los amantes de la SF sabía que un conflicto entre Este y Oeste podía llevar el feliz futuro de robots que te hacían el desayuno al sombrío territorio de la terrible Edad Media, donde se te caían los dientes por infecciones sin medicinas y un rey te tiranizaba con la ayuda del sacerdote de un culto ominoso (el buen lector reconocerá ese adjetivo). Pero aun así había un lunar de casta en los buenos fans fantacientíficos que los alejaba de la espada y brujería: la confianza en que el futuro volvería a ser amable gracias a la ciencia, fuera conservada en un circuito informático protegido en un monasterio o atesorada en una congregación escondida en una galaxia muy lejana.
La Razón era la línea que marcaba la diferencia. Eran tiempos en que en una convención del fandom SF había invisibles letreros que decían “magos no”. Digamos que los 60 lo complicaron todo y los magos se colaron en la sala de la mano de los tolkiens y los cthulhuses, viejos proscritos rescatados en la era de los hippies y, hasta cierto punto, por aquella Nueva cosa poco proclive al optimismo (sigo haciendo un esquema caricaturesco de una realidad que rechaza esas reducciones, pero me sirve para entenderla). Era ya posible que, de inmediato, la espada de Gordon se volviera láser y que su portador tuviera no sé qué cosa que se llamaba la Fuerza y que sonaba más a Howard que a Asimov. La Razón se sometía a la sinrazón, motivo por el cual nadie hizo caso al capricho infantil de los midiclorianos, misterio que solo interesó al psicoanalista de George Lucas.
Estamos en la Tierra, estamos en el futuro. Y se nos da una pista del cataclismo que llevó nuestra civilización a ese retorno “casi” medieval, no ya la bomba (no estamos en los años cincuenta) sino el desastre ecológico (su sustituto de los tiempos que corren)
Tenía, leyendo la novela de José María Visedo, todo este maremágnum de referencias en la cabeza. Es inevitable que todo texto sea leído en conexión con decenas de textos precedentes, se sitúe entre ellos, se haga comprensible gracias a ellos y, si vale la pena, los reordene. Pasa, como veremos, en este libro. Hay, en el momento de iniciar su lectura, dos contradictorias sensaciones. Cae un muro, una chica se libera de una prisión y se evade en un mundo de pequeños poblados, de lugareños temerosos y castas casi feudales enriquecidas por la explotación y los impuestos a la agricultura; nombres extraños, geografías de hielos al norte, gentes de diversos grados de palidez. Aparece todo como un inventado espacio-tiempo ajeno a nuestra realidad. ¿Fantasía heroica? La contradicción emerge de un spoiler paradójico en la contraportada del libro. Allí se nos dice algo que no parece evidente en las páginas que leemos: estamos en la Tierra, estamos en el futuro. Y se nos da una pista del cataclismo que llevó nuestra civilización a ese retorno “casi” medieval, no ya la bomba (no estamos en los años cincuenta) sino el desastre ecológico (su sustituto de los tiempos que corren).
José Visedo (izqda.) y José Tito, en la presentación de libro.
'Nivaembala' es la primera entrega de una serie, 'El techo del mundo', que tendrá, al menos por ahora, dos volúmenes. Paralela, pero independiente, de otra que ocupaba el primer libro del autor, 'Las líneas del cielo'. Nos habla de la estrategia de una liberación. La joven que escapa está escogida para cumplir un papel de catalizador de la destrucción del sistema. Se llama Savtri, es de Medeh, un sitio (¿una comarca?) que sería idílico si no sufriera las periódicas incursiones de los malvados señores de la guerra en busca de esclavos. Se llama Savtri pero es la Nivaembala, no sabemos si “una nivaembala”; la encargada de unir los pueblos oprimidos y darles las claves de actuación para vencer a los opresores.
El desarrollo de la acción se entiende en el marco de la meticulosa descripción de la realidad material donde ocurre. Es una de las bases de verosimilitud del relato, Visedo avanza el número de habitantes de cada lugar, de qué viven, cómo son sus edificios, las mercaderías que producen, su relación con los estados vecinos… Poco a poco las cartas se van descubriendo y se complica el juego, cada nuevo personaje amplía el ámbito de lo conocido, paulatinamente se dibuja una realidad más allá que nunca acaba siendo desvelada. La protagonista es nuestro criterio de referencia, conocemos las novedades y las dudas que generan al mismo tiempo que ella. Salvo su pasado, que nos resulta conocido en breves apartados que se intercalan cada vez que el narrador considera que hay algo de él que debemos conocer.
'El techo del mundo' es una rara aventura de buenos y malos, y es rara porque conforme avanza la lectura crece la sospecha de que nada es tan fácil e incluso el mismo rol de la liberadora se oscurece con la sensación de que su papel está escrito por entes que sospechamos aparecerán con claridad en la segunda parte. Ella no elige ser lo que es, pero no se opone a serlo. Advierte, asume, los hechos se encargan de eso, que está escogida (hecha) para cumplir ese destino.
Esclavos y mujeres son el binomio repetido en el libro y es explícito en los discursos de los protagonistas
Los buenos son los oprimidos. Están sometidos por la fuerza (con minúscula), no hay en la sociedad esclavista de las casas dominantes necesidad de crearles la ficción de que eso es lo mejor para ellos. ¿Para qué servirse de la ideología?, los esclavos son esclavos. Comparten su situación de sometidos con las mujeres. Esclavos y mujeres son el binomio repetido en el libro y es explícito en los discursos de los protagonistas. Como el desastre ecológico, la relevancia del papel de las mujeres es servidumbre del tiempo en que se escribe. En ellas sin embargo el maniqueísmo se rompe. Mientras los esclavos pertenecen a pueblos fuera de los estados de las casas dominantes, la situación de las mujeres trasciende esos límites. Aunque es distinta en unos u otros pueblos. Medeh, el pueblo bueno por excelencia, es casi un matriarcado. En las grandes casas, las mujeres, aun sometidas, aceptan en su mayoría su estatus, una relativamente cómoda situación, por encima de los esclavos. Savtri es las dos cosas, es mujer y es esclava.
El símil político está servido. Insurrección; guerra de guerrillas; organización en células clandestinas, obviamente sin recibir nunca ese nombre, pero perfectamente descritas; políticas de alianzas, difíciles pactos aceptados por el cónclave de los insurgentes por respeto al liderazgo moral, nunca ambiguo, de la nivaembala. Y por los felices resultados de sus decisiones.
Es en ese panorama donde se hace clara la habilidad de José María Visedo para construir su mundo. Juega con parámetros conocidos por los lectores de fantasía para subvertirlos, para someterlos a una serie de espejos deformantes. Haciendo el cómputo de las lunas transcurridas entre la devastación y el presente del relato (se cuenta en lunas en el techo del mundo) salen 12.000 años. Los mismos que hay, en dirección contraria, entre el presente y el mundo hiborio de Conan. La tentación del lector de remitir lo que descubre a esos parámetros conocidos de la fantasía heroica se hace trizas porque el mundo de Conan y el de Nivaembala son antitéticos. En este no hay geografía inventada sino real, no funcionan en él relaciones sociales aleatorias sino las que podemos imaginar derivadas de las nuestras tras el cataclismo.
No pasean los protagonistas entre ciudades destruidas ni encuentran abandonados túneles de metro donde vivir.
El mundo que visitamos, pobre, deshabitado, pretecnológico, sería heredero de los que proliferaron en los setenta, cuando se puso de moda la invención de minúsculas comunidades supervivientes a la catástrofe nuclear, si no fuera porque las referencias al pasado están ausentes. No pasean los protagonistas entre ciudades destruidas ni encuentran abandonados túneles de metro donde vivir. No se nos ofrecen indicios de la devastación y todo, salvo los humanos, parece surgido de un reciente paleolítico. El lector que conozca la otra saga paralela, 'Las líneas del cielo', sabe que eso es así por la situación concreta del pequeño pedazo de mundo donde circula la acción. No pasa así en todo el planeta. Pero en este libro eso no aparece y (casi) nada se nos dice de que haya un lugar distinto.
La protagonista es también producto de la reconvención de normas conocidas. Acepto que cada lector tendrá sus propias referencias, a este que escribe le resulta inevitable la comparación con el Paul Atreides de Herbert. No es Savtri un mesías religioso, ni pertenece a una gran casa destronada. No hay religión, al menos no en sentido estricto, en el mundo de Nivaembala, y la heroína, aceptemos que lo es, pertenece a un pueblo que no ha ejercido el poder, no al menos en el contexto de lo que leemos. Es una de los nuestros, no una de los otros que se suma a nuestras filas para dirigirlas. Véase esta frase como reconocimiento de que a poco de comenzar el lector ha tomado ya partido.
El carácter no concluso del relato deja la sospecha de que, en coherencia, sus puntos oscuros confirmarán la idea de la subversión de convenciones con que Visedo ha construido su historia. Suponemos que será así el papel de los personajes que aparecen en el tramo final, el carácter de ciertos escritos veladamente aludidos, la existencia de un conductor oculto que a veces se intuye. Tienen esas incertidumbres un aliciente en la lectura, el punto de ansiedad que dejaban las novelas por entregas. Se nos hace esperar un desenlace aclaratorio.
Un momento del acto de presentación de 'Nivaembala' en la Corrala de Santiago.
El lector de estas líneas necesitaría tal vez algunas claves para situar el libro. Tengo mis udas sobre si es útil que sepa que su autor es politólogo y ha sido en su vida profesional perteneciente al ámbito de la gestión patrimonial. Nivaembala es una novela política, sin duda o tal vez sin duda, desde luego no solo eso, pero no tengo claro que su formación académica explique la opción del relato. A mí me explica más que está escrito desde dentro del mundo de la ciencia ficción. Su autor repite en entrevistas y notas su admiración por Ray Bradbury, Philip José Farmer o Clifford D. Simak. Declaración que lo sitúa en la vieja onda de la vieja escuela, aquella que no había sido derrotada por magos y dragones, la que escribía no desde el escapismo, por otra parte apetitoso, sino confiando ofrecer al lector claves para entender su presente. Remozada, lo he dicho, y ruego se me excuse la reiteración para evitar que el lector poco avisado malinterprete lo de “vieja”.
Curiosa opción escoger para su novela fantacientífica las claves en un panorama de espada y brujería en donde no hay ni por asomo brujería. Y si en algún punto del relato existe la tentación de interpretar elementos irracionales, el narrador, que es propio autor, se encarga de desmentirlos. Toda una declaración de principios que evita engañosos deslices.
Tiene Nivaembala sentido del ritmo. Y algo que sus lectores agradecemos, suena bien, está bien escrita, nos lleva de la mano
Hay en las vivencias de Visedo otra que me parece más útil de ser conocida, su afición y antigua relación, digamos profesional, con el jazz. Permite comprender mejor las secuencias de la escritura, la aparición de temas, la inserción de tiempos diversos, la ruptura de la linealidad en el relato. Tiene Nivaembala sentido del ritmo. Y algo que sus lectores agradecemos, suena bien, está bien escrita, nos lleva de la mano. Incluso en las ocasiones, abundantes, en que se recurre a palabras extrañas, porque traen ecos conocidos que permiten al lector curioso reconocer en qué parte del planeta se sitúa y qué queda allí, en ese futuro lejano, de lo que hubo hoy, en el presente lejano. Sutiles claves a modo de cita musical que el amante del jazz reconoce y agradece.
Ecos voluntarios o casuales que el lector disfrutaría más si ha leído el Cántico por (San) Leibowitz, Qué difícil es ser Dios, Ciudad, Invernáculo (En el lento morir de la Tierra), Dune, la serie de la Fundación, Jeremiah o las revistas de Metal Hurlant, entre tantas otras historias (películas adeMad Max), que le permitirían incluir a Nivaembala como una de la familia. Como una buena referencia para seguir leyendo.