Valeria Castro: Un pedazo de cielo

La cantautora canaria Valeria Castro pasó por Granada nuevamente rozando el lleno del Palacio de Congresos. Originaria de La Palma, se dio a conocer en plena crisis volcánica, cuando Alejandro Sanz cayó rendido por su voz. Más tarde, como ocurrió con Travis Birds en la serie ‘Embarcadero’, la canción que despedía la película ‘El 47’ hizo que todos buscáramos en los créditos quién cantaba esa belleza, el resto, esa intervención la llevó hasta los Goya, abriéndole las puertas del público generalista. Este domingo puso en pie a los presentes de su concierto, que la despidieron con una larga ovación, absolutamente abducidos por su candor y su música venida de la raíz popular. ‘Con cariño y con cuidado’ decía en su primer disco, título que resume perfectamente su perfil expresivo.
"Ojalá que estas canciones les sane tanto como me sanaron a mí escribiéndolas", dijo en algún momento del concierto, en el que presentaba un segundo largo ‘El cuerpo después de todo’, más elaborado sonoramente, pero con el mismo sentimiento compartible de aceptación y superación de los azares vitales.
Su voz es infinitamente emocional. Un estremecedor temblor de fondo, y la dulzura propia de su acento canario embelesan y secuestran la atención.
Como sucede con otras artistas de sensibilidad extrema y voces conmovedoras, caso de Silvia Pérez Cruz o Sheila Blanco, Valeria eriza el vello cuando canta, el silencio se hace sólido, y su relato destila sinceridad absoluta. Su voz es infinitamente emocional. Un estremecedor temblor de fondo, y la dulzura propia de su acento canario embelesan y secuestran la atención. Sus escritos, con reflexiones introspectivas, resultan medicina para el alma, y ahora también el cuerpo, propios o ajenos, proponiendo tanta vulnerabilidad como ternura, a la par que autoafirmación y capacidad de superación.
En escena desprende una cierta inocencia, se mueve por el escenario como una vaporosa hada blanca, da la sensación que coreografiándose a sí misma antes que nada. Y siempre regalando una sonrisa deslumbrante al espectador. Su concierto se movió en términos cálidos sin estridencias ni auditivas ni visuales. Abunda en la penumbra sensorial y saca partido de sus bazas, sea sola cantando a capella, incluso sin microfonía, en pequeñas combinaciones de elementos y completamente ajena al ruido espectacular. Como decía en una reciente entrevista, intenta, y consigue, que 1500 personas se sienten a su lado como alrededor de una hoguera.
Con ella llegó un delicioso quinteto, donde encontramos nombres conocidos como el del percusionista y steel Borja Barrueta (que estuvo aquí hace nada en el ciclo Dejazz), o nuestro clarinetista Joaquín Sánchez. Ambos piezas esenciales en lo escuchado, porque las percusiones, por momentos con aires andinos, (también suena el tan folk pandero cuadrado), y el misterioso y reptante clarinete bajo dan personalidad a muchos arreglos. El resto de la banda ejerce en varios puestos, así la teclista Meritxell Neddermann, como la violinista (y charango) María de la Flor acompañan vocalmente algunas piezas. Su productor Campi Campón también toca de todo al fondo de cerco luminoso, en cuyo centro Valeria hace lo propio con guitarra, timple de seis cuerdas y pandero. Aunque siendo justos hubo un sexto elemento imprescindible, el silencio, vital para la profundidad abisal de sus interpretaciones y para el vértigo de algunas comas, y puntos finales.
Recortada sobre la oscuridad ‘Devota’ fue la casilla de salida, sola y solmene. Pura poesía. Algunos momentos excepcionales serían posteriormente la hiperdramática ‘La Soledad’; ‘Honestamente’ con su guiño a Chavela; ‘Parecido a quererte’, todo un tratado de superación ("esta historia ya se evapora, bendita la hora, que aprendí que hay quien sí me valora"; ‘Guerrera’, inspirada y dedicada a su madre y abuela, por extensión a todas las mujeres, o ‘Raíz’, compuesta cuando el volcán Cumbre Vieja arrasaba su tierra.