'Y llegó la Segunda República'
Noventa años han pasado desde aquel 14 de abril de 1931 en el que se proclamó la Segunda República en España, un periodo que se extinguiría tras la guerra civil, el 1 de abril de 1939, a cuyo término veríamos cómo el país sucumbía en una de las etapas más negras de nuestra historia bajo el mandato del dictador Francisco Franco.
Dos días antes de la proclamación, el partido republicano en conjunción con los socialistas y con el apoyo de un buen número de intelectuales, como Marañón, Sánchez Román, Ortega y Gasset, Unamuno o Madariaga, habían vencido en cuarenta y una de las capitales de provincia y solo en nueve se mantenía la hegemonía monárquica. El mismo Alfonso XIII reconocía que «las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo» y se marchó esa misma noche hacia París sin abdicar. Era una crónica anunciada después de varios meses de convulsión política, tras la dimisión del dictador Miguel Primo de Rivera en 1930, que aceptó el rey ganándose con ello la enemistad de gran parte de los altos mandos militares, algunos de los cuales incluso apoyaron el sistema político naciente como Gonzalo Queipo de Llano, capitán general de Madrid, que tuvo un papel destacado al inicio del periodo.
Es difícil colocarse en la piel de aquellos agricultores u obreros e incluso en el de las mujeres ninguneadas que habían sufrido el desprecio reiterado de gran parte de los gobernantes anteriores al sentir que por primera vez su voz se podía escuchar y que el futuro no solo estaba asegurado para los ricos y nobles
Las clases medias y obreras, entre las cuales había un nutrido grupo de mujeres, salieron en masa a celebrar la llegada del nuevo régimen al son de La Marsellesa y del himno de Riego, dos obras de tradición revolucionaria. Lo que más aplaudía la gente era haber conseguido un cambio tan drástico de una forma pacífica, a través de las elecciones. A ello contribuyó el ahogamiento de las clases menos pudientes, que trabajaban sin descanso en jornadas interminables de diez y doce horas diarias y los beneficios continuos del dictador a quienes ostentaban el poder y la riqueza.
En los siguientes dos años de la proclamación de una república parlamentaria constitucional, tras la aprobación el 9 de diciembre de la Constitución de 1931, los avances sociales fueron tan abrumadores que generaron mucha controversia y posiciones enfrentadas. No obstante, nunca en la historia de España se evolucionó con tanta rapidez: subieron los salarios de las clases trabajadoras, se sentaron las bases para una protección laboral, se acometió por fin la distribución de la propiedad del terreno e incluso se instauró por primera vez una educación pública.
Es difícil colocarse en la piel de aquellos agricultores u obreros e incluso en el de las mujeres ninguneadas que habían sufrido el desprecio reiterado de gran parte de los gobernantes anteriores al sentir que por primera vez su voz se podía escuchar y que el futuro no solo estaba asegurado para los ricos y nobles.
Aunque lo cierto es que no todo se tradujo en avances civilizados. La Iglesia sufrió el ataque de los más radicales, que se sintieron autorizados a quemar y asolar propiedades religiosas, lo cual también provocó el cambio de parecer de intelectuales que no estaban de acuerdo con esa manera de proceder y se distanciaron del incipiente nuevo régimen político, decepcionados por una sucesión de acontecimientos con los que disentían. De hecho, las disputas se fueron acentuando hasta el punto de que se dirimieron en una horrorosa guerra civil.
El hecho es que noventa años después, por algún motivo, la idea de la república en nuestro país se ha convertido en un hecho a recordar y a celebrar, después de años en los que la fecha pasó prácticamente inadvertida, como si de alguna manera se hubiera hecho un hueco en el sentir social.
Después de que los españoles hayamos conocido el comportamiento tan poco ejemplar del monarca años antes del pasarle el testigo a Felipe VI se ha puesto en entredicho su labor anterior
La monarquía en España sirvió para que el país pasara a la modernidad desde una época oscurantista en la que el poder se concentraba en una sola persona. Gracias a eso, la transición de un régimen dictatorial a otro democrático sigue sirviendo de ejemplo al resto del mundo. Así que es evidente que hay motivos para agradecer a esta institución los progresos producidos en los últimos cincuenta años. No obstante, después de que los españoles hayamos conocido el comportamiento tan poco ejemplar del monarca años antes del pasarle el testigo a Felipe VI se ha puesto en entredicho su labor anterior. Y es que hay que reconocer que el que el rey Juan Carlos haya desempeñado su función de forma meritoria no le exime del cumplimiento de la ley como al resto de los ciudadanos y, a estas alturas, es difícil defender su completa inocencia, lo cual vuelve a poner en evidencia que la justicia no se ejecuta de la misma manera para todos.
No me extenderé en comparar lo que cuesta al país un régimen y otro porque hay teorías favorables a ambos, ni siquiera en lamentarme por los privilegios obvios que la monarquía sigue ostentando, pero sí creo que haber nacido en una familia concreta no concede ninguna garantía de ser un buen jefe del Estado.
Hay vientos de cambio, nuevos aires de modernidad contra los que choca esta institución basada en la tradición y en la herencia familiar y pese a que sigue conservando un apoyo importante gracias a un monarca como Felipe VI que evita confrontación y se mantiene en un plano discreto a sabiendas de las horas bajas que atraviesa la institución a la que representa, cada vez hay más políticos que no tienen inconveniente en declarar su apoyo a un régimen republicano.
Cada cual tiene su opinión al respecto y todas deben ser escuchadas, atendidas y respetadas, pero hay que reconocer que esta sociedad es lo suficientemente madura como para decidir cómo quiere vivir, quién la debe gobernar y hasta cuándo.